"Fordlandia", la ciudad fantasma de Henry Ford

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La investigación del escritor, historiador y periodista Greg Grandin da cuenta de un estrafalario proyecto concebido por el magnate estadounidense de la industria automotriz. El libro recorre la historia de una iniciativa faraónica en busca de caucho, y de su monumental -por momentos grotesco- fracaso. Pero también escarba en los rasgos megalómanos de un empresario que revolucionó la vida social en el marco del capitalismo y luego no supo qué hacer con las consecuencias.

Esta historia tiene un poco de la película Fitzcarraldo, de Werner Herzog; otro poco de Tiempos modernos, de Charles Chaplin; y una pizca de Las aventuras de Huckleberry Finn, de Mark Twain. Pero no pertenece al mundo de la ficción, aunque muchas de sus aristas invitan a relativizar los umbrales de la verosimilitud y su principal protagonista, Henry Ford, deambula entre la realidad histórica y su propia aura mítica. El libro Fordlandia (publicado por el sello Prometeo) extraordinaria investigación del historiador, escritor y periodista estadounidense Greg Grandin, narra una de los más estrafalarios -y fallidos- proyectos empresariales concebidos por un magnate: la construcción de una nueva ciudad utópica en plena selva amazónica destinada a la fabricación de látex de caucho, obtenido a partir del árbol Hevea brasiliensis.

Este trabajo periodístico, que bordea el ensayo y en escasos pasajes coquetea con la crónica, complementa -sin que lo supiera su autor, tal vez- la novela publicada en 1997 por Eduardo Sguiglia: Fordlandia. Un oscuro paraíso. 

Como es sabido, fue tan significativo el cambio que impuso Henry Ford en la industria automotriz en particular y en el modelo económico en general que le prestó su nombre para bautizarlo: el "fordismo" alude a una innovación técnica (el perfeccionamiento de la cadena de montaje y la descomposición del proceso de fabricación en componentes cada vez más simples) y a una concepción social que, en sus términos, promovía un "nuevo humanismo industrial": el pago de salarios altos a los trabajadores, condicionados a una "vida moral sana". Un slogan graficaba el marketing populista de esa ambición: "todo empleado de Ford debe ganar lo suficiente para poder comprarse un automóvil Ford". 

Guiado por su actitud prometeica y por necesidades prácticas (Gran Bretaña había cartelizado la comercialización del caucho fabricado en sus colonias del sudeste asiático y Ford necesitaba enormes cantidades de látex procesado no solo para los neumáticos, sino también para mangueras, válvulas, juntas y cables eléctricos.) el empresario compró en 1927 tierras en la orilla oriental del río Tapajós, uno de los principales afluentes del Amazonas. Lo hizo de manera poco transparente y a lo grande: sus emisarios pagaron coimas y eludieron regulaciones para hacerse de un territorio equivalente en tamaño al estado de Connecticut en EE.UU. Ford llegaba, según anunciaban sus adláteres, para "salvar a la agonizante industria del caucho de Brasil". 

Como un salvador, precisamente, fue "recibido" en Tapajós, sin tener que tomarse la molestia de desembarcar en persona: un escritor brasileño lo llamó "el Jesucristo de la industria"; otro lo bautizó de manera similar, con una analogía que admite resonancias actuales: "el Moisés del Nuevo Mundo". A la futura "Fordlandia" empezaron a acudir miles de trabajadores provenientes de todo el Brasil, fundamentalmente del paupérrimo nordeste. 

Ford construyó para ellos una ciudad idílica en plena selva: hizo levantar casas de tejas estilo Cape Cod, alentó la creación de jardines y quintas para sembrar verduras, motivó a los trabajadores para que abandonaran su alimentación habitual y se acostumbraran a comer pan integral y a beber leche de soja (Ford odiaba a las vacas y todos sus derivados alimenticios). También mandó construir hospitales, escuelas, cines, piscinas y hasta un campo de golf. 

En ese momento no se entendía demasiado bien tanta pasión altruista. Se le atribuía una vocación tan mesiánica como paternalista: la idea de llevar "la magia del hombre blanco a las tierras salvajes" (según publicó el Washington Post mucho antes de aprender a conciliar el afán civilizatorio con el wokismo) o de cultivar no solo "el caucho, sino también a los recolectores de caucho". En términos políticos y humanitarios, además, Fordlandia venía a desterrar la tiranía feudal que había asolado el Amazonas y explotado a los "seringueiros". 

Pero en ese Ford ya maduro anidaba también, según se comprendió al cerrar el círculo de su trayectoria empresarial, la misión de restaurar en tierra ajena una idea romántica de los Estados Unidos. Una sociedad primigenia (o primitiva) apegada a valores sencillos y en sintonía con la naturaleza. Pero era precisamente esa sociedad en teoría bucólica la que Ford había contribuido a superar con su revolución fabril. La vida entera del empresario fue, siguiendo lo rastreado por el autor del libro, una acumulación de contradicciones: estaba a favor de la nacionalización de los ferrocarriles y del servicio telegráfico y telefónico pero odiaba a Franklin Delano Roosvelt y al new deal. Exaltaba cada vez que podía "la dignidad del trabajador" pero se oponía violentamente al sindicalismo y llegó a financiar un verdadero ejército parapolicial para romper huelgas y espiar a los activistas gremiales. Hizo campaña en contra de la Primera Guerra Mundial pero cuando Estados Unidos finalmente se sumó a la contienda puso toda la fábrica al servicio del ejército. 

El fervor restaurador de Ford excedía los rigores contables y contradecía las prioridades de cualquier capitalista de manual. El empresario perdía semanalmente millones de dólares en su ciudad/fábrica de Tapajós. Cuando fracasó el funcionamiento de Fordlandia construyó a unos pocos kilómetros una segunda ciudad, Belterra, subiendo la apuesta en términos de experimentación social. Le fue peor. Las razones del colapso fueron múltiples y en muchos casos obedecieron a una desconexión absoluta con el ecosistema selvático (que llevó a los expertos, por ejemplo, a despejar y quemar la selva en la estación húmeda, cuando debía hacerse en la estación seca) y con los valores y las costumbres de los trabajadores nativos. Ford envió inspectores de su Departamento Sociológico para que investigaran a los empleados, incluyendo su vida sexual (se promovía la higiene y la monogamia). En todo Fordlandia, aún dentro de las casas particulares, estaba prohibido beber, fumar y apostar. Como era esperable, esa "ley seca", que no existía en todo el resto del territorio brasileño, fue transgredida en primer lugar por los ejecutivos estadounidenses enviados al Amazonas. El propio Oxholm, administrador de la plantación, desarrolló una afición irrefrenable por la cachaca con limao. Los alrededores de Fordlandia se convirtieron en una meca de criminales y desahuciados, llenándose de casas de juego y burdeles.  SEGUIR LEYENDO -------->