"Escondites y silencios bajo la dictadura" Reseña de Todos nuestros insilios de Gabriela Saidon en Revista Noticias

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El término “insilio” describe una situación opuesta al “exilio”, pero con la misma carga de exclusión. Esa fue la situación de muchísimos argentinos durante el gobierno militar. Por qué no se habla de estos destierros internos cuyas huellas aún perduran.

No escribo sobre el pasado. Escribo sobre el presente. Hay una memoria que falta. Es la memoria de las personas que se quedaron en el país, que fueron perseguidas, que debieron refugiarse, esconderse, mudarse. Que callaron. Y, en la palabra “insilio”, hay algo que se antepone: ese prefijo “in-” que tiene su correlato en la preposición latina: “in” : “en”, pero también “in-” en latín es “hacia”, “sobre” o “contra”; y, a su vez, expresa negación: “no”. La polisemia del prefijo resulta tan compleja como el propio concepto y su vivencia. Como idea en construcción, el edificio del insilio se erige en dialéctica permanente con el de exilio, donde “ex-” es “desde”: ese prefijo expulsivo. Pero también sirve como herramienta para preguntarse “desde dónde” pensar el objeto recién estrenado.

Contra lo que el sentido común indicaría, insilio es en movimiento, en intemperie, un “adentroafuera” que el exilio interno o interior no nombraba: dejaba NN a las víctimas vivas innombradas de la represión estatal, del terrorismo de Estado entre la segunda mitad de la década del setenta y la primera mitad de la década del ochenta del siglo XX. Diez años, no los siete que duró la última dictadura militar en la Argentina. Y más si se mira al resto de los países del Cono Sur afectados por el Plan Cóndor. Así, los años y los daños podrían sumarse, en yuxtaposición de temporalidades, como los pliegues de la Cordillera de los Andes.

 

El fenómeno es regional, aunque adquirió distintas características en cada país. En Chile, fue el propio gobierno dictatorial de Augusto Pinochet el que estableció el desplazamiento forzado interno, una forma moderna de destierro o prisión política: la relegación, mientras que en Uruguay el insilio era una opción que podía llegar a pautarse con las autoridades. No así en la Argentina: se trataba de huir, de salvar el pellejo con algún grado de camuflaje.

Sin embargo, no todo insilio es encierro. Esta frase será un mantra, un estribillo. Se empieza por la negativa, que habilita el prefijo “-in”. Tampoco todo insilio es desplazamiento interno forzado: un sótano, una doble pared falsa, el ducto de ventilación de una fábrica, un caño, un placard, debajo de una cama, un camión. Para usar la jerga de la época: un “embute”. Esos han sido, también, los insilios. Aunque la mayoría de las personas insiliadas han debido mudarse de ciudad, de provincia, de casa, solo con lo puesto, un par de hijos en brazos o en panzas, un bolso o una manta, y poco más.

Hay una memoria que calla. Una memoria ausente, silente. Vacante. Quienes se reconocen insiliados, y que representan una minoría en una inconmensurable cantidad de población, dicen que los dos principales atributos del insilio son el silencio y el dolor. También el miedo. ¿Cómo hablar sin ser nombrados? ¿Cómo reconocerse en y con otros si no existe la palabra que nombre, que diga? ¿Cómo recordar sin abrir la herida? No se habla porque duele, pero duele igual. ¿Cómo hacer, entonces, el duelo de algo que existió sin ser nombrado y que, por lo tanto, no existe?

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