La tiranía de lo normal

 

 

La tiranía de lo normal

 

Puede abrirse un interrogante; cabe preguntarnos si el largo acta de defunción de la novela americana no puede extenderse a otros campos, adyacentes o entrecruzados con aquel, donde podamos preguntarnos por la muerte de los monumentales proyectos críticos. Leslie Fiedler supo dar la lucha por devolverle el hálito a la crítica, asumió en la década del sesenta la responsabilidad de renovar la big picture de la cultura norteamericana. Su grito hizo eco en aquel entonces, cuandoen  el ensayo “Come Back to the Raft Ag’in, Huck Honey!”, como en tantos otros de su carrera, donde el psicoanálisis quiere desglosar los mitologemas de cada narración, generó esperables controversias al afirmar que la novela de Twain versa sobre “un intento de definir un mito centroamericano del amor en el que el amante es un paria o un huérfano y el amado un hombre primitivo de piel oscura”. Antes de eso había ya descifrado para el ejército mensajes durante la segunda guerra.

 

Burello escribe el prólogo de nuestra novedad, por primera vez en español, La tiranía de lo real,  que nos permite ahora acceder a un autor clave de la crítica literaria de norteamérica y su historia. Ahí hace mención al personaje, y sus controversias, como hitos de una trayectoria llena de combates.

 

 

Si abonamos la tesis de una continuidad en la vida y la trayectoria de este verdadero fenómeno (él mismo, un estudioso de la figura del freak), podemos tomar como factores determinantes las tres marcas de nacimiento que lo signaron: su patria chica, que era y es un epicentro blue collar, una de esas localidades de clase obrera sin lujos ni elegancias; su orgullosa familia de judíos inmigrantes y observantes, que de hecho le impuso el nombre hebreo de “Eliezar Aaron” y le inculcó la tradición del pueblo de Israel; y ese simbólico año de 1917, en que también tuvo lugar, por supuesto, la Revolución Rusa. (…) Ya desde sus inicios, Karl Marx y Mircea Eliade y Sigmund Freud y Carl G. Jung le proporcionaron un arsenal exegético extraliterario con el que pudo encarar la obra de los grandes clásicos americanos del siglo diecinueve mediante una perspectiva revolucionaria, que incluía cuestiones vedadas tales como el sexo y la raza (sin incurrir en la consabida artimaña de culpar al puritanismo por no hablar jamás de ellos para entonces volver a callar sobre ellos)

¿Insinuaba este enfant terrible, acaso, que Estados Unidos es un país lleno de hombres que en el fondo no son sino reprimidos homosexuales interraciales, incapaces de una vida “sana” y “normal”? Y lo que era casi peor, ¿pretendía este guerrillero diplomado saber leer mejor que todos sus acreditados colegas, que llevaban décadas examinando esos textos con cejas enarcadas y enseñándolos con voces recatadas? (…)

 

Y sigue Leslie, repasando su propia pulsión: “Lo que en realidad afirmaba, refiriéndome no sólo a Huckleberry Finn sino a otros clásicos norteamericanos como la saga de ‘Leatherstocking’ y Moby Dick, era que, en una sociedad caracterizada a nivel consciente por el miedo y la desconfianza hacia lo que por entonces yo llamaba ‘amor homoerótico’ y por la la violencia mutua entre estadounidenses blancos y no blancos, ha aparecido una y otra vez en libros escritos por autores norteamericanos blancos el mismo mito de un idílico anti-matrimonio: un amor para toda la vida, apasionado aunque casto, y consumado en un páramo, en un barco ballenero o en una balsa, en cualquier lugar menos en ‘hogar’, entre un blanco refugiado de la ‘civilización’ y un ‘salvaje’ de tez oscura, ambos varones. Sostenía que lo que se revela en esta historia arquetípica es un aspecto de nuestra vida de fantasía psico-social bastante distinto a la pesadilla del mestizaje y los celos sexuales que ha guiado la mayor parte de nuestra historia y, por lo tanto, un motivo de modesta esperanza para el futuro”

 

Con ello describe Burello un desarrollo en cuatro etapas, siendo la tercera aquella más canonizada, donde se encuentra el trabajo sobre, Huck, Jim y su balsa. Pero hay una cuarta, hacia el final de su vida, donde se encuentra este texto publicado en 1996: la del pionero profeta del posmodernismo. La idea de profeta no le queda mal, él mismo dice en el ensayo El renacer de Dios y la muerte del hombre:

Puede que finalmente nos salve aquello que sale de la boca en vez de lo que entra, pero todas las religiones se preocuparon inicialmente tanto por lo que se come como por lo que se dice: honrando no solo la palabra, sino el pan y el vino, así como a Dionisio y a Ceres, los dioses se servían y consumían en honor de los otros dioses. Además, en el uso contemporáneo de drogas sagradas, de lo que resulta, sin advertirlo, sagrado en las ocupaciones de la ciencia, intencionalmente profanas, ¿no se encuentra, de manera implícita, un deseo encomiable de democratizar el éxtasis, de hacer de la visión mística ya no un privilegio de un puñado de adeptos, sino de todos?

Una oportunidad para heredar un canon que no nos fue legado durante el siglo XX, del Estados Unidos de la posguerra, con sus mil y un destapes y rebeldías, pero sobre todo de ver la mirada que un autor tan prolífico pudo tener al final, cuando nuestro siglo y el recomienzo de la historia estaban a la vuelta de la esquina. La tiranía de lo normal nos presenta a toda nuestra vida puesta en juego: abuso infantil, la figura del doctor y la enfermera en la ficción, son algunas de los tópicos, y está finalmente el ensayo final, que da nombre al libro. Acaso convenga que se exprese otra vez el propio autor:

Pero, qué pena (y esto es lo que finalmente me da una pausa), es imposible para todos nosotros lograr este dudoso objetivo democrático –al menos no en el contexto de nuestra sociedad tal como está ahora, que promete seguir así en el futuro cercano–: un lugar en el que se puede poseer la supernormalidad no por pedirla, sino solamente por comprarla (la cirugía cosmética, después de todo, no está incluida en el programa de asistencia a mayores). Lo que parece probable, entonces, como lo profetizaron una veintena de novelas de ciencia ficción, es que nos estamos acercando con velocidad alarmante a un futuro en el que los ricos y privilegiados tendrán como última prerrogativa la esperanza de una normalidad inducida y preservada en términos quirúrgicos, químicos y hormonales, con la promesa de inmortalidad mediante el trasplante de órganos en el horizonte. Y los pobres (a quienes siempre tendremos entre nosotros, nos aseguran con autoridad) serán los únicos freaks que queden.