La risa discriminatoria: Apología de la polémica / La izquierda que asaltó el algoritmo

Del cierre del INADI y la derecha en las redes

La semana pasada el gobierno anunció el cierre del INADI, que tuvo -independientemente de la discusión acerca de la necesidad, el impacto o la eficacia de remover este organismo- una respuesta interesante por parte de la oposición civil en las redes: la idea es que el mismo gobierno que elimina el control sobre la discriminación es paradójicamente el más discriminable de todos. Así, el juego entre los foristas vino a ser durante la jornada dedicarle a quienes ejercen hoy el poder del estado (o hacia otros ciudadanos que los defienden) el enunciado más discriminatorio posible, todo por mor de las risas.

 

Son varias las cosas del caso que podrían llamar nuestra atención; cabría preguntarse por ejemplo si esta proliferación de juicios de valor acerca de algunos rasgos físicos, elecciones u herencias religiosas, o la capacidad cognitiva del señalado era algo que estaba latente, esperando un enemigo que justifique su aseveración. Hay otra cosa que no puede dejar de notarse; esta mecánica no tiene nada de nuevo en el ejercicio del poder (anterior incluso a su asunción como presidente) de Javier Milei y los suyos: el personaje se sostiene fundamentalmente en la medida que la polémica se instale y la agenda sea marcada con tono belicoso por parte del economista.

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Ruth Amossy ha publicado con Prometeo una fantástica Apología de la Polémica, donde a raíz de la etimología la autora nota algo trascendental: observemos que la asimilación de un debate a una lucha armada no es inocente. Ella manifiesta la transformación del intercambio verbal en un combate donde se trata de vencer al otro por medio de la violencia, dando a los interlocutores el estatuto de enemigos, usando estrategias militares y recurriendo a la fuerza bruta (...) ¿La polémica pública, generalmente calificada de belicosa, muestra la deliberación y participa plenamente de la argumentación retórica? (...) Discurso apasionado, la polémica es acusada de ser un discurso de violencia.

 

En el apartado sobre la violencia verbal en las discusiones en la red, ámbito donde el actual presidente ha demostrado manejarse mejor que cualquiera de sus pares políticos, la autora afirma que es particularmente la regla de uso de los pseudónimos que permite a los participantes intervenir en el espacio virtual bajo una identidad ficticia la que se señala como la responsable del tono violento de las redes sociales.

No es la primera -y todo indica que no será la última- vez que el gobierno apuesta a la circulación de una conversación específica. Las razones puntuales para hacer proliferar una u otra agenda variarán continuamente, pero de fondo hay un fenómeno que Juan Carlos Monedero analiza muy bien en La Izquierda que asaltó el Algoritmo. El libro -una indiscutible obra maestra- toca diversos temas acerca de la historia reciente de aquello que llamamos ser de izquierda, una categoría problematizada a lo largo de todo el texto: La izquierda del siglo XX se enfrentó a enemigos reales en fábricas, campos, calles y parlamentos. Asaltó los cielos y trajo lo mejor de nuestras sociedades. Hoy, en sociedades saturadas audiovisualmente, los algoritmos, encerrados en su misterio, tienen las llaves del calabozo. La izquierda es la difícil lucha contra un fantasma convertido en sentido común.

Que los valores de la derecha ocupan el sentido común es algo que argumenta el autor, desde la crisis mundial del keynesianismo en la década del setenta, y la vincula directamente con la cibernética, puesto que esta recuperación de la hegemonía coincide con un desarrollo tecnológico de consecuencias impredecibles que hace de la información la principal mercancía, la principal arma, el principal credo. Más aún, Monedero no nos permite dejar de notar que grandes empresas como Google, Facebook, Amazon, Twitter, Apple o Microsoft son el complemento de las grandes corporaciones (...). Su control de las redes, al igual que de los grandes medios de comunicación, los convierte en enemigos de la democracia. No hay que olvidar que el desarrollo tecnológico expresa y fomenta los cambios de producción, en el Estado, en los servicios de inteligencia, en los ejércitos. La ciudadanía tiene que controlar sus propios datos. De lo contrario, las empresas, que a su vez controlarán los estados, nos tendrán encadenados por la propia información que les hemos dado.

 

La camarista (2018) / de Lila Avilés

En La camaristala ópera prima de Lila Avilés, observamos muy de cerca a Evelia, una empleada de limpieza de un lujoso hotel en la Ciudad de México. En pasillos sobrios y estrechos y escaleras de servicio por donde sólo suben y bajan uniformes grises, el lugar de trabajo parece más bien una prisión donde la fealdad abunda pero da vergüenza. Un edificio claustrofóbico, en altura, aislado del caos de la ciudad, pero conformando un pequeño mundo en sí mismo, con una jerarquía rigurosa y prohibiciones tácitas: incluso cuando no sucede demasiado existe la sensación latente de que podría suceder algo. Quizás uno de los aspectos más reveladores del film sea la cantidad de tiempo que los trabajadores de ese lugar pasan ocultos, desapercibidos, casi como si no estuvieran. Cuando los huéspedes llegan a ver a los empleados, la relación no es de iguales sino de sirvientes que ocultan su humanidad y se ponen al servicio de mujeres y hombres que, de no necesitarlos, probablemente ni los mirarían. ¿El trabajo dignifica?

Eve, de 24 años, abre las cortinas y entra sigilosamente a limpiar cada habitación. La seguimos a través de sus rutinas diarias: todos los días el mismo trabajo automatizado, corrida por los tiempos de la perfección, de una sábana plana, lisa, sin ninguna rasgadura ni movimiento. El trabajo tiene una manera de consumir tiempo. Lo único que sabemos de ella por fuera de la vida en el hotel es que tiene un hijo de 4 años con el cual se comunica telefónicamente y, a veces, un indicio de soledad o anhelo pasa por sus rostro. En casi toda la historia, ella atraviesa una gran deshumanización, la recorre el deseo, la soledad, las ganas de aprender, pero pareciera no inmutarse o conmoverse, no sentir nada, hasta que el cansancio la vence y logre reírse, enojarse, traspasar los límites de los pisos que la aísla.

Eve entra y sale casi como un fantasma, de habitaciones semi vacías transformando el caos en un orden perfecto. Habitaciones donde pareciera no haber nadie, un acolchado completamente arrugado, donde debajo yace enterrado un hombre confundido. Las habitaciones pueden ser siniestras, cómicas o incluso amigables. Un huésped acumula toallas, papel higiénico y shampoo, exigiendo cada vez más y más  frascos. Otro deja una hoja seca de un árbol ginkgo sobre la almohada, que Eve toma como un regalo y una muestra de afecto tácito. Una huésped que le pide cuidar a su bebé mientras ella se baña rápidamente. También, un obrero que limpia las ventanas del lado externo del hotel, con el cual Eve persigue un coqueteo silencioso. Una compañera inquietante con la cual entabla una especie de amistad. Trabajadores e invitados se mueven por los pasillos y suben y bajan de los ascensores en grandes cantidades. Pareciera no haber mucho afecto, pero aun así hay momentos de conexión humana, solidaridad e incluso libertad. Las habitaciones vacías a veces ofrecen refugio: tiempo y espacio para pensar, leer, mirar la ciudad y soñar. Una vida dentro de esas paredes, un trabajo esencial, necesario, necesitado por los huéspedes, un borde entre la existencia y la no-existencia, entre sostener un hijo ajeno y no el propio, un hueco, un pequeño margen entre ser vista y ser mirada. Quizás esta película sea sobre salirse, apenas un poco, de un gran manto de invisibilidad. Romper la repetición, desnudarse, manchar una cama, salir, tomar aire, ver el cielo, volver a casa.

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